domingo, 13 de noviembre de 2016

Gana la batalla de los sexos

El siguiente post Gana la batalla de los sexos antes se publicó en: fluenting

Cuando un niño pequeño muestra lo que hoy llamamos violencia machista, ¿de quién es la responsabilidad? Mirémonos todos ante el espejo —la sociedad entera— antes de contestar.

Había una vez una golondrina que gozaba trinando por los insondables cielos azulados de la primavera. En Ciudad Real, durante el mes de mayo, apenas hay nubes en el firmamento.

Volaba sola, pero siempre en compañía de su banda de pájaros. Comía mosquitos y hacía diabluras porque le divertía pitorrearse de los cuervos.

En la terraza del edificio más alto, no muy lejos de la catedral, dos niñas preciosas que jugaban a la comba se peleaban por ver quién era la campeona. Mientras, su hermano se sentía un poco solo en el vientre de su madre.

— ¿Qué hacéis chicas? Papá está estudiando para juez y estáis dando tantas voces que no se puede concentrar ni un rato.

— ¡Estamos jugando, mamá! —contestaron las dos al unísono.

—Bueeeeno, pero no os peléis así, que vuestro hermanito me da patadas cada vez que os ponéis como fieras para ver quién de las dos gana. Ya os he dicho mil veces que las dos sois un tesoro que no tiene precio, y cada una tiene su propia magia. No os lancéis esas pullas, ni maldigáis a la otra. Eso no está bonito y luego os enfadáis.

La golondrina presenció toda la escena y sintió unas tremendas ganas de tener padres, hermanas y amigos como los humanos. Aunque era la que mejor volaba, no tenía padres -eso creía la muy tontuela- ¡ella solo sabía que nació de un huevo!

Que un huevo fuera su madre-padre tenía ventajas: no esperaba nada, no regañaba nada, no odiaba ni generaba mal rollo. Pero tampoco daba abrazos, ni te decía te quiero o "me gustaría que volases hasta ese o aquel rincón".

La golondrina anida en el corazón del niño

Total, que la golondrina, que sin duda era mágica, voló y voló cada vez más alto. Cuanto más subía, más se congelaba su cuerpo. Estaba segura de que atravesando el cielo llegaría al mundo de los humanos.

Y lo consiguió. Le costó ascender más allá de las nubes, hasta quedar asfixiada y muerta de frío. A pesar de la ansiedad, del dolor y del miedo expió con una imposible sonrisa serena.

Descendió de los cielos como un lucero y fue a caer sobre el hermano de las niñas. Renació como un rayo de luz en su pecho. Habían pasado muchos años, el niño era casi un hombre. Sintió un escalofrío de placer tan intenso que cerró los ojos por el impacto de ese don del cielo. Cuando abrió los ojos, vio un mundo nuevo.

Entre ladridos y sentencias injustas

Con el paso de los años, las niñas habían crecido hasta hacerse adultas. La mayor era catedrática de marketing en la universidad y viajaba por el mundo entero.

La menor, que era diseñadora, estaba presentando su última colección en la pasarela Cibeles. Ambas triunfaban. Las dos se querían cada vez más... y se odiaban mejor cada año.

Hace años que el padre sacó su oposición de juez. Triunfó tanto que los abandonó a todos por su adicción al trabajo. Mamá se resignó, se desilusionó y se guardó el dolor para verterlo por todos sus poros.

Al crío esto le disgustaba. Desde que tiene conciencia lo recuerda todo como un infierno. Papá dictaba sentencia. Mamá ladraba. Papá y mamá siempre querían llevar razón. Incluso cuando ninguno de los dos la tenía. Aquella guerra de los sexos fue creando facciones entre nosotros.

El niño que no se daba por vencido

Como buen chico quería comprender a sus hermanas, a sus padres y el mundo en que vivía. Pero nada. Se sentía impotente al no saber cómo lograrlo. Lo único que parecía conseguir era odiarse un poco mejor a sí mismo cada día.

Para no armarla, muchas veces guardaba silencio cuando algo le parecía injusto, pero eso le causaba un insoportable ruido en su interior.

Cuando defendía la razón, con tan buen juicio o más que su padre, todo se crispaba.

Era como si una barrera infranqueable les separase de su tierra prometida.

Pero nunca se rindió

Siempre fue valiente y perseverante en el empeño. Aprendió de sus hermanas y de su padre a ser ambicioso. Quiso conocer, cuidarse, crecer, asumir responsabilidades y ser tan respetable como ellos.

Su madre era muy humilde. No tenía corazón ni cabeza porque estaba hecha de diamante, pero era tan bruta que ni ella misma lo sabía. Además, cuando la herían hasta el alma te cortaba.

El muchacho era una joya como su madre, pero más bruto. Un fuera de serie, como su padre, solo que más infeliz que él. Pensó que dándole a la cabeza aún más que su padre, y poniendo todavía más corazón que su madre, conquistaría el alma de sus padres, de sus hermanas y la suya.

Craso error. Con eso lo único que consiguió fue quedarse cada día más solo. Triste y quijotesco iba camino de morirse de sed, de construir su propio infierno, y de perder la gran batalla de los sexos.

La golondrina trajo claridad...

Por extraño que parezca, cuando el espíritu de la golondrina le golpeó desde el cielo, lo vio todo más claro.

Quiso entender que, en la batalla de los sexos, la finalidad no es extremar los polos con afán de dominación, sino aceptar quienes somos y el poder que tenemos.

Podemos transformar la relación que nos separa en otra donde nos sentimos aún más libres y potenciados por el sexo opuesto, y donde nuestros hijos no tienen que tomar partido a favor o en contra de un padre o una madre, y se ven tal como son: hermanos y hermanas.

La receta curativa de la golondrina

La inteligencia emocional es la clave, sí. Pero hasta ahora estaba convencido de que la razón era más importante que la emoción. La eterna discordia entre mis dos hermanas. La falta de armonía en casa. Las interminables discusiones de papá y mamá. Ahora lo sabía, la golondrina se lo había dicho:

— Lo único que hace falta es comerse al cuervo que os separa.
— ¿A qué cuervo te refieres, golondrina?
— Al que abandera el desamor eterno. Con cada victoria del cuervo, uno de vosotros cree ganar porque se siente por encima del otro. Pero perdéis la guerra por el amor. El precio que pagáis es la discordia. El cuervo se parte de risa mientras os perdéis un mundo más musical que mola un huevo.
— No sé si lo entiendo. ¿Me estás diciendo que para volar, para surcar con mis hermanas y amigos el firmamento, sólo tengo que aprender a comer cuervo?
— Sí, pero es muy difícil. Hacen falta buenos huevos para lograrlo. Va contra la naturaleza humana y precisa de un poder que tienen muy pocas personas.

La decisión del niño

Recordó que de niño le exigieron participar en la sangrienta batalla de los sexos. Le pidieron que tomara partido por la causa más justa. Él había pagado con su corazón. Para ganar la batalla del amor dividió su corazón en partes iguales entre su padre y su madre. Y para comprender a sus hermanas entregó su mente al estudio, la contemplación y la aventura.

Como había partido y regalado su corazón, vivía mucho en su cabeza y sólo sabía sufrir y conformase con las migajas de afecto que otros le daban.

Aquel muchacho también necesitaba comprensión. Llegó a pensar que su familia se la debía. Pero estaban todos demasiado ocupados en el infierno, incluido él mismo.

—Golondrina, ahora sé que necesito sentirme en paz para vivir plenamente. De pequeño regalé mi corazón para entrar en esta interminable batalla por padre, madre, mis hermanas, mis amigos y yo. Dices que para recuperarlo tengo que comer cuervo. ¿Puedes enseñarme cómo hacerlo?

—Como te he dicho no es fácil. Necesitas ambición y humildad. Las dos cosas y a la vez. Con tu ambición abrirás la puerta de esa atalaya que es tu mente, pero sin humildad te quedarás encerrado allí. Para llegar al corazón de la vida, necesitarás humildad; pero sin ambición no destruirás el mar de hielo que separa a los hombres.

Del mismo modo que el corazón tiene razones que la mente no puede entender. La mente anhela sentimientos que al corazón le duele sentir.

Comer cuervo significa aceptar que mis dos hermanas —la catedrática de lo racional y la irracional diseñadora- son igualmente poderosas. Una no está por encima de la otra. Ambas son igualmente valiosas. Igual que un corazón no puede vivir sin cabeza, la razón no es nada sin corazón.

Comprendió el poder de la humildad —un arte marcial del espíritu, un aikido del alma, en el que siempre vence el que cede ante el que ataca; porque así acaban ellos recibiendo los golpes que te lanzan.

Encontró lo que necesitaba al entender que la oscuridad se alimenta de la luz. Y que hay luz también en el sombrío interior de cada uno de nosotros.

La auténtica humildad amansa a las fieras que llevamos dentro.

Por cada cuervo que se comía revivía, grande, musical, oscuro y luminoso, su maravilloso corazón antes divido. Al reunirse su corazón, la golondrina tuvo que salir al espacio exterior.

Se comprendió a sí mismo y a la vida. Supo darse paz. Ya no exigió a nadie que lo entendiera. Comprendió que la discordia tiene entre otros costes el corazón de un niño pequeño.

Y trajo la libertad con ella...

Fue creciendiendo, observó libre a su ave, que ascendió de nuevo a los cielos, y que retornó para quedarse en la tierra como bailarina de movimientos libres.

Un día se encontraron. Se casaron en Roma. Ahora son muy felices y sus hijos entrenan cada día para vencer con amor en la batalla de los sexos y poner paz entre sus hermanos y hermanas.

Una golondrina no hace verano, ¡pero una comunidad de fluentistas sí!

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